sábado, 25 de octubre de 2008

LA APUESTA

Conocí a Manuel en su primer curso de Universidad, allá por los años 80 y a pesar de ser absolutamente distintos y proceder de mundos totalmente diferentes, enseguida nos hicimos buenos amigos. Manuel era un muchacho tímido y apocado, que se dedicaba en cuerpo y alma a lo que tenía que dedicarse: estudiar, mientras que yo era un bala perdida que gustaba de ir de juerga en juerga y para el que los libros eran unos objetos ideales para decorar estanterías. Estudiaba, o mejor dicho, estaba matriculado porque mis padres me obligaban y porque el ambiente estudiantil de Santiago me gustaba más que cualquier otra cosa. No me perdía ni un jueves de fiesta y donde se organizaba un sarao, allí estaba yo. Mis padres vivían muy bien, tenían un negocio próspero, una bodega, donde se fabricaba el mejor Albariño de Galicia, en Cambados, así que a mí no me faltaba el dinero y por ende, me sobraba tiempo para terminar una carrera que se me hacía tediosa y por la que no tenía mucho interés (empresariales) pero que mi padre consideraba conveniente para, en el futuro, hacerme cargo de su emporio. Accedí a estudiarla porque mi espíritu rebelde me decía que podía ser esa o cualquier otra, total, ninguna me resultaba atractiva.
Por el contrario Manuel había nacido en el seno de una familia humilde y trabajadora, procedente de un pueblo de Orense, cuya mayor ilusión era tener un hijo universitario. Lo habían conseguido a base de mucho esfuerzo y más tesón, y el muchacho no quería defraudar ni a su familia, ni a si mismo. Estudiaba lo que le gustaba, lo que libremente había elegido, y lo hacía con verdadera pasión.
Cuando nos conocimos él acababa de empezar el primer curso, yo estaba en tercero, bueno, en realidad todavía me quedaban algunas asignaturas de segundo y una de primero. Esta última se me había a atragantado de mala manera y a pesar de mi escaso interés, decidí ir a clase y sacarla aquel año, más por vergüenza que por otra cosa. Fue así que cuatro días a la semana durante una hora, Manuel y yo compartíamos aula y clase. Por casualidad, el primer día nos sentamos juntos y debimos de caernos bien porque repetimos al siguiente, y al otro y todos los demás. Así poco a poco fuimos forjando una amistad no por singular menos fuerte. Ambos descubrimos que lo que le faltaba a uno lo tenía el otro y que unidos podíamos conseguir grandes logros. Yo animé el espíritu triste y apocado de Manuel, él, por su parte, consiguió insuflarme un poco de responsabilidad, que buena falta me hacía. El tándem que surgió entre ambos fue tan bueno que al año siguiente estábamos compartiendo piso. Contagiado un poco de la responsabilidad de mi amigo, fui a probando las asignaturas atrasadas, de tal forma que el tercer curso lo comenzamos a la par. Ese año fue cuando conocimos a Gloria. Nos la presentaron a ambos en una fiesta de aquellas que solían celebrarse a principio de curso, cuando los amigos de turno estrenaban piso. Gloria era como un pastelito de merengue, dulce y suave. No era excesivamente guapa, pero en su rostro resaltaban unos enormes ojos negros de pestañas larguísimas, unos ojos profundos y llenos de inocencia. Tímida y reservada, aquella primera noche apenas cruzamos unas palabras con ella, aunque yo me di perfecta cuenta de que Manuel no dejaba de mirarla, no se perdía ni un detalle de sus movimientos, de sus gestos. De vuelta a casa no paró de hablar de ella, que si Gloria por aquí, que si Gloria por allá. Le pregunté si le gustaba y me lo negó, pero yo ya lo conocía lo suficiente como para saber que me estaba mintiendo. Nunca le había conocido novia alguna, jamás traía chicas a casa, es más, estaba completamente seguro de que nunca había tenido relaciones íntimas con ninguna. Por eso la manera de hablar de Gloria, no sólo aquella noche, también durante los días siguientes, no hizo más que acrecentar mi sospecha. Hasta que finalmente me confesó que no sólo le gustaba, sino que estaba enamorado de ella. No pude menos que soltar una carcajada.
-Pero si sólo la has visto aquella noche y apenas has cruzado dos palabras con ella. No te confundas chaval, eso no es amor, eso es “encoñamiento”.
-Que va, te equivocas. La veo todos los días. Cuando salgo a correr por las tardes paso por la Facultad de Filología, me siento en uno de los bancos de piedra de la entrada y allí espero pacientemente hasta que la veo salir. Pasa por mi lado y me saluda con una sonrisa.
Me parecía estar escuchando a un chico de quince años, a un adolescente saboreando por vez primera las mieles del amor. Manuel no tenía quince años, pero sí conocía el amor por vez primera. Me alegró verlo tan ilusionado, y le animé para que diera un paso más e intentara conquistarla. No sé cómo lo hizo, nunca me lo contó y yo no me atreví a preguntar, pero el caso es que en menos de un mes se habían hecho novios y Gloria comenzó a venir por casa con bastante frecuencia. Yo, por una lado, me alegraba de ver a mi amigo tan feliz, mas por otro, sentía una mezcla de envidia y pena, envidia porque se les veía muy felices y comencé a pensar que tener una pareja estable no debía ser tan malo como yo creía, y pena porque, evidentemente, la relación de perfecta camaradería que se había consolidado entre mi amigo y yo, se vería resentida. Tenía novia y muchos de los momentos que antes compartíamos juntos ahora los compartiría con otra persona, mucho más agradable a sus ojos y a su corazón, que yo. No obstante en esto último me equivoqué. Es justo reconocer que no me hicieron de lado en absoluto y que me incluyeron en todos sus planes y correrías, aunque a veces yo mismo era el que prefería dejarlos solos para que disfrutaran de sus momentos de intimidad.
No se bien cuando Gloria pasó a ocupar parte de mis pensamientos. Conforme la iba conociendo me parecía cada vez más atractiva. No era la típica mujer rompedora, ni mucho menos, todo lo contrario y precisamente debió de ser ese antagonismo que representaba frente a todas las mujeres con las que yo había tenido alguna relación esporádica, lo que me llamó la atención de ella. Su timidez casi infantil, su forma de hablar pausada , su voz suave, su risa, su manera de moverse, y sobre todo, esa inocencia que irradiaba, esa ignorancia del deseo que despertaba en mí, hicieron que poco a poco la novia de mi amigo se convirtiera en la mujer que me hubiera gustado tener al lado. Por supuesto sabía que era imposible, ni ella sentía nada por mí, ni yo jamás traicionaría a mi amigo, así que no me quedó más remedio que conformarme con verla cada día y hacerla musa de un sueño que nunca llegaría a cumplirse.
Los años fueron pasando muchos más rápido de lo que hubiéramos deseado y cuando nos dimos cuenta habíamos terminado los estudios y nos tocaba enfrentarnos al mundo laboral. Yo lo tenía fácil, pues mi padre estaba deseando poder descargar algunas obligaciones en mí, y como a aquellas alturas Manuel era para mí ya mucho más que un simple amigo, hablé con mi progenitor, que no tuvo inconveniente alguno en ofrecerle un buen puesto en la administración de la empresa. Así pues, nos vimos con veintipocos años y con una estabilidad laboral y económica que muchos hubieran deseado para sí. Nos fuimos a vivir a La Coruña, donde mi padre tenía una delegación de su empresa de la cual nos hicimos cargo mi amigo y yo.
Al año siguiente, cuando Gloria terminó su carrera, ella y Manuel se casaron. Todavía recuerdo perfectamente la borrachera que agarré aquel día, viendo como la mujer de mis sueños se casaba con mi mejor amigo y se disipaban mis esperanzas de conseguirla, esperanzas que, por otra parte, siempre habían sido escasas. Porque durante aquellos últimos años, no sólo no la había olvidado, sino que cada vez me gustaba más, hasta el punto de empezar a comparar con ella a mis ligues ocasionales. Sin embargo, y según pude comprobar más tarde, aquella boda me hizo más bien que mal. Comencé a verla menos que antes, puesto que aunque Manuel y yo seguíamos manteniendo nuestra amistad y trabajábamos codo con codo, los tres nos reuníamos con mucha menos frecuencia. Ellos tenían su vida y yo la mía, que volvió de nuevo a ser ligeramente desordenada. Ganaba dinero y no tenía obligaciones familiares, así me dedicaba a divertirme siempre que podía, aunque con más moderación que en mis años de estudiante.
Fue por aquel entonces cuando descubrí una nueva diversión: el juego. No es que me convirtiera en ludópata, pero le tomé gusto a jugar a póker. Un conocido organizaba timbas a las que una noche me invitó. Aquella primera noche me limité a mirar, pero a la segunda ya participé. Apostaba pequeñas cantidades y cuando perdía sabía parar, más debo de reconocer que eso ocurría pocas veces, la mayoría de las ocasiones salía de la casa con considerables cantidades en el bolsillo. Solía jugar una vez al mes, normalmente el último sábado y con el tiempo esa cita llegó a convertirse en ineludible.
Unos de esos fines de semana de partida se me ocurrió invitar a Manuel. La madre de Gloria se había puesto enferma y ella se había ausentado durante unos días para cuidarla. El muchacho estaba sólo y me pareció buena idea llevarlo conmigo para distraerlo un poco. Además, hacía mucho tiempo que no compartíamos una jornada de juerga y aunque aquella partida de póker no fuera precisamente juerga, por lo menos era una buena excusa para pasar unas horas juntos. Ahora, transcurrido el tiempo, cuando echo la vista atrás y recuerdo aquella noche, llego a la conclusión que nunca debí pedirle que me acompañara, aunque, por otra parte, yo no podía saber de ninguna manera lo que estaba a punto de ocurrir. Manuel jugó una partida y ganó algo de dinero. A mí me ocurrió lo mismo, por lo que salimos de la timba entusiasmados y con ganas de pillar una borrachera como las de antaño. Cuando ya teníamos una buena cantidad de alcohol encima, comenzó a desbarrar. Decía que él era el mejor jugador de póker de la historia, como había demostrado aquella noche, y me pedía que no me olvidase de llevarlo a la próxima. Por supuesto le dije que sí y cumplí mi palabra, no sólo la siguiente vez, sino todas las veces. Manuel se convirtió en mi acompañante habitual. Al principio me gustaba llevarle conmigo, sentía que con ello recuperábamos parte de la intimidad perdida, hasta que me di cuenta de que no se tomaba el juego como yo. Manuel no sabía parar, y comenzó a perder ciertas cantidades de dinero. Cuando ocurría yo intentaba alejarlo de la mesa de juego, pero no había manera. Parecía, además, que los hados se confabulaban contra él y cuanto más jugaba, más perdía. Dejé de pedirle que me acompañara, pero pronto aprendió a ir solo y no sólo un sábado al mes, sino todos los sábados que se organizaba timba. Quise convencerlo de que no debía introducirse tanto en el mundo del juego, que era muy peligroso, puesto que estaba empezando a perder dinero sin control, le di una y otra vez consejos para que supiese retirarse a tiempo, pero de nada sirvió. Cuando me quise dar cuenta el vicio se había instalado en su cerebro. Comenzó a pedirme dinero y no supe negarme, aún sabiendo que si accedía a sus deseos terminaríamos ambos en la ruina más absoluta, pero si no se lo daba yo, podría intentar conseguirlo por otros medios más peligrosos. Llegó un momento en que temí que su mujer se diera cuenta, pues su nivel de vida a la fuerza se tenía que estar resintiendo, mas, la verdad, no sé cómo se las arreglaba, pero Gloria jamás dio muestras de saber nada del vicio enfermizo de su marido.
Una de aquellas noches de timba ocurrió lo inevitable. Manuel y yo echábamos la partida con otros dos jugadores y él empezó a perder. Bebía y cada vez estaba más ebrio. El alcohol nublaba su mente y cuando ya no le quedaba más dinero que apostar puso su casa en juego. Por más que yo le recriminaba su actitud no me hacía absolutamente ningún caso, al contrario, parecía como si mis palabras le provocaran más y le animaran a seguir introduciéndose en aquella espiral absurda de la que cada vez le resultaría más difícil salir. Finalmente pude arreglar la situación. Un golpe de suerte en una de las partidas hizo que yo ganara todo lo que él había apostado. Mi intención naturalmente era devolvérselo sin que los demás jugadores se enteraran, pues en aquellos ambientes bien se sabe que las deudas de juego son sagradas y no se deben perdonar jamás. Cuando por fin nos quedamos los dos solos se lo dije, le dije que le devolvía cada céntimo de su dinero y por supuesto la casa. Estaba tan sumamente borracho que se negaba en rotundo una y otra vez.
-Piensa en Gloria – le dije – ella no se merece pasar una vida de privaciones. Si sigues así es lo único que podrás ofrecerle.
Me miró con ojos vidriosos y sonrió amargamente.
-Gloria – dijo con voz pastosa, mirando al infinito – siempre te ha gustado ¿verdad?
Me sorprendió escucharle decir aquello. Nunca pensé que se hubiera dado cuenta de la atracción que su mujer ejercía sobre mí.
-No digas tonterías – le dije – Gloria es tu mujer y yo...
-Tú ¿qué? A ti te gusta, siempre te gustó, Sergio, no lo niegues. Pero eres un buen amigo, un amigo leal y no quisiste quitármela. De todas maneras, no tuviste y no tendrás ninguna posibilidad. Ella me quiere a mí.
Me sentía realmente incómodo oyéndolo pronunciar aquellas palabras que no eran más que la pura verdad.
-No digas bobadas, Manuel. Anda, vámonos. Y deja que te ayude, realmente lo necesitas.
Lo tomé suavemente por el brazo y lo dirigí hacia la puerta de salida, pero el se soltó bruscamente.
-No necesito que me ayudes y no son bobadas lo que estoy diciendo. A ti siempre te gustó mi mujer. Estoy seguro de que más de una vez te imaginaste en la cama con ella.
-¡Ya está bien! - grité enfadado – si no quieres escuchar mis consejos no lo hagas, pero deja ya de ofenderme.
-¿Ofenderte? Nada más lejos de mi intención, de veras. Pero fíjate que se me está ocurriendo una idea. ¿Quieres devolverme todo lo que he perdido? Bueno, tú mejor que nadie sabe que las deudas de juego son sagradas, yo perdí, tú ganaste. Así que vamos a jugarnos todo a una última apuesta.
-No pienso volver a jugar a las cartas contigo.
-No será necesario. Vamos a jugarnos a mi mujer, mi mujer contra todo lo que me has ganado esta noche.
-Estás completamente loco – le solté mirándolo asombrado, sin poder asimilar la chifladura que me estaba proponiendo.
-Estoy borracho, pero no loco y sé perfectamente lo que digo. Te estoy dando la oportunidad de conseguir a la mujer que siempre quisiste. O ella, o mis bienes. Es lo justo, así quedará la deuda saldada. Tienes tres meses a partir de hoy, si en ese tiempo la consigues, te quedas con ella, y yo me quedaré con el alma partida y con mis propiedades intactas. Si por el contrario no eres capaz de conquistarla, ella se quedará conmigo compartiendo mi ruina y para ti serán mis propiedades y mi dinero. Por cierto, si Gloria llega a serme infiel contigo, quiero pruebas.
Tardé unos días en volver a hablar con él, durante los cuales no aparecí por el trabajo precisamente porque no quería encararlo. Finalmente no me quedó otro remedio que coger el toro por los cuernos. Cuando volví a tenerlo delante, quise convencerlo de nuevo de lo absurdo de su propuesta. No hubo manera. Mantenía su argumento de que las deudas de juego no se perdonaban. Le sugerí que buscara otra alternativa, otra manera de arreglar aquello que no incluyera a Gloria.
-Contéstame sinceramente – me dijo – ¿Es cierto o no lo es que sientes algo por mi mujer?
-Eso no importa.
-Contéstame, por favor.
-Confieso que me atrae mucho pero....
-No me digas ya nada más, no necesito saber más. Ya han pasado seis días de los tres meses que tienes de plazo.
Aquello me parecía una locura, en realidad lo era, y sembró en mí una duda que me atormentaba. No quería dejar a mi amigo sin nada, tampoco sin esposa. Además aunque consiguiera que ella se fijara en mí y llegara a haber algo entre nosotros no podría quedarme a su lado. El caso es que entre muchas dudas y más quebraderos de cabeza, fui iniciando mi conquista de una manera sutil. A causa de nuestro trabajo teníamos que viajar bastante para contactar con los clientes de la bodega. Normalmente lo hacía yo, precisamente para que Manuel no se separara de su mujer. Entonces empecé a enviarlo a él. Dos días a un lugar, una semana a otro, temporadas cortas que yo aprovechaba para estar al lado de Gloria. Con peregrinas excusas la invitaba a cenar, a dar un paseo, a ver una película en mi casa. Ella accedía, agradeciéndome siempre lo mucho que me preocupaba por ella, distrayéndola mientras su marido estaba fuera. Poco a poco fuimos descubriéndonos, aprendiendo el uno del otro, haciéndonos confidencias, contándonos secretos. Confieso que acabé perdidamente enamorado de ella, mientras los remordimientos me corrían por dentro y la sentía cada vez más cerca de mí. Un día me atreví a besarla. Ella me correspondió, mas cuando nos separamos me dijo tímidamente que era mejor que no nos viésemos más, que aquello no podía volver a ocurrir. Tenía razón. Me pregunté qué pensaría si supiera que todo aquello formaba parte de un estúpido plan inventado por su propio marido.
Cuando Manuel tuvo que marchar de viaje de nuevo, la volví a llamar para invitarla a cenar. Percibí su duda momentánea a través del teléfono. Casi podía verle la cara, mordiendo tenuemente el labio inferior en un gesto característico. Finalmente me dijo que sí y quedamos en mi casa. Lo preparé todo, y no sólo la cena precisamente. Mi amigo me había pedido pruebas y se las iba a mostrar. Preparé mi cámara de vídeo medio oculta en mi habitación, enfocando una cama donde tal vez horas más tarde se consumaría una infidelidad, se ganaría y se perdería a la vez una apuesta que nunca debió de hacerse. No voy a entrar en detalles, simplemente decir que Gloria accedió dulcemente a mis deseos porque también eran los suyos y juntos surcamos un mundo se sensaciones que no podríamos volver a sentir jamás.
Al día siguiente fui temprano a la oficina, dejé la prueba de mi victoria en el cajón de la mesa de Manuel, con una nota muy escueta en la que le decía dónde estaba su dinero y las llaves de su casa. Ni siquiera me despedí. Lo tenía todo preparado de antemano por si acaso. Mi padre abrió una nueva delegación de su negocio en otro país y yo me ofrecí voluntario para llevarla. Nadie se explica el porqué de mi huída, tanto más cuando pedí a mi padre que no contase a nadie mi paradero. No volví a saber de Manuel y Gloria, no se si están juntos o no, en todo caso, qué más da. No podría jamás vivir cerca de ellos, ni mirarles a los ojos, hayan roto o no. Estoy mejor aquí, lejos, viviendo en la incertidumbre y con el peso de la infidelidad de Gloria en mi conciencia, buscando en cada mujer con la que estoy, la calidez de sus besos y en cada hombre que conozco, la perfecta amistad que un día me unió a Manuel.

1 comentario:

RAMON MUNTAN dijo...

Este relato ya me pareció excelente cuando lo leí en Tusrelatos.com hace meses.

Un placer conocer tu casa, y un placer que me leas con tanto interés. Cuando quieras te invito a que pases por la mía y adelantes unos cuantos capítulos de la manada...

;)

es broma... pasa cuando quieras.

Besos.

Sparrow.