martes, 16 de diciembre de 2008

LA AGITADA VIDA AMOROSA DEL TONTO DEL PUEBLO

Se llamaba Andrés, pero todo el mundo lo conocía como "El Largo". Su madre, Luisa, apareció un día en el pueblo procedente de sabe Dios dónde, deambulando por sus calles pedregosas y polvorientas como alma en pena, con una raída maleta de cartón por todo equipaje. Los pueblerinos la miraban con una mezcla de curiosidad y pena, pero se limitaban a eso, a mirarla, sin preocuparles el destino incierto que pudiera esperar a aquella extraña joven. Sólo la señora Fina, propietaria de la única pensión que había en el lugar, se apiadó de la muchacha y la acogió en su casa, dándole comida y vestido a cambio de ayuda en las tareas propias del negocio. Con lo que no contaba la señora Fina es con que Luisa viniera con compañía. Tal vez fuera la propia constitución de su cuerpo o las ropas holgadas que solía vestir, el caso es que nadie se percató de su embarazo. Una mañana salió de su cuarto con el niño en brazos, torpemente envuelto en una toalla y se lo tendió a su protectora.
-Ya nació - le dijo, y con las mismas se dió la vuelta y se metió de nuevo en la alcoba.
Fina se quedó tan perpleja que por unos segundos no supo qué hacer. No podía apartar la mirada de aquel trocito de carne sonrosada y suave, medio manchada todavía por los restos del parto, que berreaba sin parar. Era un niño grande y parecia estar sano. Lo tendió en su cama y sin separar los ojos de él, le preparó un baño en un caldero. Cuando lo tuvo limpio, y puesto que la madre parecía no tener intención de ocuparse del pequeño, se dirigió a casa de su comadre Asunción a pedirle un poco de leche con que alimentarle. Su sopresa fue mayúscula cuando al regresar de nuevo a la pensión observó que la habitación de Luisa estaba vacía. La muchacha había cargado sus cuatro pertenencias en la misma maleta con la que llegó al pueblo y tomó las de Villadiego. Nadie la vio marchar. Desapareció de la misma misteriosa forma que había aparecido, sin que nunca más se supiera de ella. Así fue como la señora Fina tuvo que hacerse cargo del pequeño Andrés, al que crio como un hijo, contenta de poder dar su cariño a alguien, pues en toda su vida no había disfrutado de más compañía que la de los huéspedes que, de cuando en cuando, recalaban en la pensión.

A los cinco años Andrés empezó a ir a la escuela del pueblo. Fue entonces cuando lo empezaron a nombrar por el apodo de "El Largo". Cierto es que era bastante más alto que los demás niños de su edad, pero el apodo no le vino de ello, sino de la longitud desmesurada de su órgano sexual. Los demás niños se reían de él y una de sus burlas fue cambiarle el nombre de Andrés por el de El Largo. Ya nunca más nadie lo llamaría por su nombre verdadero. Rosita la profesora, que en cuanto empezó a dar clase al chaval se percató de su extrema torpeza, fue la primera en percatarse de las posibilidades sexuales del tonto. Se lo encontró una tarde haciendo sus necesidades menores al lado de la tapia del colegio y cuando fue a regañarle, el chavalín le mostró con descaro su entrepierna, dejando a la mujer boquiabierta. De tal manera la impresionó, que no podía quitarse de la cabeza aquella visión totalmente nueva para ella. Ya con el cuerpo ajado y todavía virgen, Rosita comenzó a tener sueños subidos de tono con su pequeño alumno, sueños que atormentaban su conciencia de gran manera, tanto que no se atrevía ni a contárselos al señor cura bajo secreto de confesión. Como sabía al muchacho bobo, un día hizo que se quedara en la escuela después del horario de clase. Le mandó bajarse los pantalones con la excusa de revisarle sus obligaciones de limpieza. Cuando disfrutó de la visión de semejante miembro viril, Rosita sintió crecer dentro de sí una excitación desconocida. No le tocó un pelo al muchacho, eso no estaría bien, se limitaba a mirarlo mientras descubría que la frotación de sus muslos, uno contra otro, acompañada de aquella visión celestial, la estaban transportando hasta unas cotas de placer insospechado, placer que crecía poco a poco hasta que una explosión de gozo supremo convulsionó su cuerpo, entre gemidos entrecortados que ni ella misma era capaz de reconocer como propios y ante la mirada atónita del tierno infante. Rosita repitió la agradable experiencia, dos o tres veces más, con idénticos resultados, hasta que en un momento de lucidez decidió que no podía seguir con aquello, y puesto que los progresos académicos de su deseado alumno eran nulos, lo echó de la escuela. Con ello lavó su conciencia, aunque nunca más pudo dejar de pensar en él y en los maravillosos momentos que se había forjado a su costa.

El Largo no entendía porqué Rosita lo había echado del colegio si cuando estaban juntos ella parecía pasárselo tan bien. En todo caso no le importó demasiado, las clases no le gustaban, no entendía nada de lo que allí se decía, a él lo que le gustaba era jugar en la calle y, según fue creciendo, deambular sin rumbo y sin preocuparse por el tiempo. La señora Fina no consiguió convencerlo de que debía aprender, entre otras cosas porque el pobre idiota ignoraba el significado de aquella palabra, así que se resignó y lo dejó a su aire. A veces no lo veía durante horas, pero no se preocupaba, el pueblo era pequeño y tranquilo y al final del día, el muchacho aparecía siempre por casa.

Tendría Andrés quince o dieciseis años, cuando un día, de casualidad , pasó por delante del viejo colegio. Rosita, ligera de ropa, agitaba sus cada vez más blandas carnes al son de los ejercicios de gimnasia que enseñaba a sus alumnos. Nada más verla, el muchacho recordó lo que ya hacía tiempo había olvidado, notando con asombro como iba creciendo un bulto en el interior de su pantalón. Se metió la mano en el bolsillo y se tocó el miembro totalmente inflamado de pasión. Era su primera erección, por lo menos consciente. Se escondió detrás del centenario roble que daba sombra al patio de la escuela, bajó la cremallera de su bragueta, liberando su aprisionado falo y,mientras contemplaba los movimientos de las tetas de Rosita, se entregó sin reservas al dulce placer el onanismo.

Dicen que los tontos tienen el instinto sexual altamente desarrollado, puede que sea verdad, o puede que no, pero sin lugar a dudas cierto es que desde aquella primera experiencia, El Largo hizo del sexo el motor de su vida. Todos los días acudía a su cita secreta con Rosita en su clase de gimnasia y si por cualquier causa no la encontraba, le bastaba con imaginarla para sentir placer. Tanto le gustaba que a partir de entonces en su rostro se dibujo una permanente sonrisa estúpida, que, sin embargo hacía mas bello su ya de por si hermoso rostro. Una tarde de aquellas en las que se entregaba con fruidez al entretenido juego de los placeres solitarios debajo del viejo roble, pasó por allí Manolita la Calentona. No voy a explicar el motivo del apodo por su ovbiedad. Apenas tenía quince años y ya mostraba un insano interés por el amor libre. Manolita sentía muy a menudo que su cuerpo le pedía a gritos la compañía de un hombre que le hiciera aplacar su calentura. En aquellos momentos, fuera la hora que fuera, estuviera donde estuviera, la chiquilla se acercaba al primer hombre que se cruzara en su camino y lo provocaba hasta que el pobre caía en sus garras, si bien, en el último momento, llegada la hora de la verdad, la muchacha reculaba y salía corriendo, dejando al pobre incauto sin encontrar alivio a su inflamada pasión. Nadie sabía si lo hacía por miedo, o tal vez por diversión, pero ya en todo el pueblo eran conocidas sus andanzas e incluso se cruzaban apuestas entre los zagales y no tan zagales a ver quién era capaz de consumar el acto con ella. Ni se imaginaban que el tonto del pueblo sería el afortunado. Cuando Manolita lo vió escondido tras el árbol, espiando a la vieja maestra con lascivia, sintió una oleada de placer tan intensa que se le mojaron las bragas en un segundo y no dudó un instante en acercarse a él.
-¿Qué haces Largo?- le preguntó
El muchacho se asustó y de pronto sintió vergüenza al ser pillado en su falta, pero en cuanto volvió la vista a la muchacha, la vergüenza del principio desapareció por completo, dando paso a la perplejidad. Manolita le enseñaba las tetas, mientras pasaba sensualmente la punta de la lengua por sus carnosos y provocativos labios.
-¿Te gustan? Puedes tocarlas, si quieres.
El muchacho alargó tímidamente su mano hacia aquellos pezones oscuros y erectos que pedían a gritos ser acariciados. Le gustó su tacto, y más le gustó el gemido ahogado que salió de la garganta de Manolita.
-¿Lo pasas bien tonto? Ven, ¿a que nunca has tocado esto?
Tomó la mano del chico y la guió hacia su sexo, caliente, mojado, palpitante. Un hilillo de baba es escurrió por la comisura de los labios del muchacho, que desesperado,bajó la cremallera del pantalón y comenzó a tocarse sus genitales.
-No, no,-le dijo ella - hoy no tendrás que hacértelo tú. Ven.
Lo cogió de la mano y se echaron sobre la hierba. Manolita, cual amante experta, desnudó al muchacho y montó sobre su sexo, cabalgando desaforadamente, acabando con una virginidad que ya empezaba a molestarla y enseñando al pobre bobo, lo que un día doña Rosita no se había atrevido a hacer.

A pesar de que Manolita se prestaba en más de una ocasión a retozar con él, El Largo no podía quitarse de la cabeza la imagen de su maestra en la clase de gimnasia, por lo que todavía frecuentaba sus visitas al viejo roble, desde donde la espiaba sin ser visto. Mas un día, cansado de ello, se le ocurrió que, puesto que Rosita se lo había pasado tan bien con él cuando era un niño, seguramente ahora se lo pasaría mucho mejor si él le enseñaba lo que había aprendido con Manolita. Ni corto ni perezoso, esperó pacientemente a que la pequeña escuela quedara vacía y se coló dentro, sorprendiendo a la maestra, que ya se disponía a marchar. Lo reconoció enseguida.
-Hola Andrés, hace mucho que no nos vemos ¿qué haces aquí?
El tonto no contestó, era hombre de pocas palabras y además, no había ido allí para hablar. Se acercó a la profesora y le tocó un pecho. Ella cerró los ojos y reprimió un gemido. Desde sus pecaminosos escarceos cuando Andrés era niño, no había vuelto a sentir, por eso aquel mínimo roce la había puesto a cien. Desvió su mirada hacia la bragueta del chico y apreció su voluminosidad. Si cuando era pequeño aquello era de su gusto, ahora....no quería imaginárselo. Rosita era católica, apostólica y romana, y tenía perfecta conciencia de que lo que iba a hacer era pecado, pero no pudo reprimirse. Se quitó la blusa y dejó que El Largo sobara sus flácidos pechos. Sus pezones respondieron a las caricias torpes del chico haciéndole sentir oleadas de placer, que comenzaban quemando su sexo y continuaban lamiendo su cuerpo como llamaradas. El tonto le quitó la falda y el refajo casi con violencia y la penetró profundamente, sin contemplaciones, con embestidas largas que hacían gritar a la vieja del puro gusto que le daban. Jamás en su vida pensó perder la virginidad a pocos meses de cumplir los sesenta y de forma tan dulcemente bestial.

Las habilidades amatorias de El Largo pronto fueron de dominio público, aunque la mayoría de la gente pensaba que no eran más que habladurías, puras invenciones de Manolita la Calentona. Ésta aseguraba una y otra vez que el tonto no sólo había acabado con su virginidad sinó también con la de Rosita la maestra. Lo primero nadie lo puso en duda, incluso algunos tuvieron el placer de comprobarlo, pero lo segundo no despertaba sinó la hilaridad de quien lo escuchaba. No tardaron en darse cuenta de que la muchacha debía de tener razón. Cierta noche se presentó en la plaza del pueblo, donde solían reunirse sus habitantes en los atardeceres tibios del verano, Elena la tuerta. Elena se encargaba de limpiar las dependencias de la estación del ferrocarril. Estaba soltera y sin visos de que su estado civil cambiara. No era muy agraciada debido al triste defecto físico que arrastraba desde niña, por eso no contaba con ningún pretendiente. Sus experiencias en las lides amorosas eran escasas, si acaso algún revolcón ocasional con algún mozo borracho en las noches de feria. El caso es que lo que contó aquella noche en la plaza convenció a los lugareños que los rumores lanzados por Manolita la calentona no eran del todo mentira. Según la tuerta, El Largo apareció aquella noche en la estación mientras ella le daba a la fregona. El último tren había pasado ya y no quedaba nadie en el andén. Elena no dió importancia alguna a la presencia del muchacho, pues el vagabundeo por el pueblo era su única ocupación. Sin embargo ya no le pareció tan normal cuando lo vio acercarse a ella con aquella mirada extraña que parecía desnudarla completamente. Elena nunca había sentido unos ojos pasear por su cuerpo de aquella manera, y sin saber muy bien por qué se excitó. Ella también había oído los rumores que circulaban en el vecindario. Tal vez había llegado el momento de comprobar personalmente la certeza de los mismos. Fue por eso que se dejó llevar cuando el tonto la empujó suavemente hacía los retretes, y fue por lo mismo que se entregó a él con una pasión que ni ella misma acertaba a identificar.
-Os juro que es diferente a los demás hombres - contaba a las otras mujeres en la plaza - no es que yo haya conocido a muchos pero.....sus manos tienen magia, saben tocarte en el punto exacto. Y después aquel rabo.... Lo sabe hacer bien el tonto, de verdad que sí.

Fue el ansia de la las mujeres y la envidia de los hombres. Andrés El Largo repartió amor a todas y cada una de las mozas del pueblo. Cuando lo veían en su deambular por las calles, dejaban la puerta entreabierta de las casas. Entonces él entraba y las hacía gozar. Un día el pueblo se le quedó pequeño y desapareció, de la misma forma que un día había desaparecido su madre. Nadie lo ha vuelto a ver. Dicen que se dedica a repartir amor y goce por ahí, por otros lugares. Al fin y al cabo es lo único que sabe hacer...y lo hace bien.

1 comentario:

Unknown dijo...

anda que también...las fechas en las que estamos y tú escribiendo cosas erótico-festivas!!jajaja
Pero una pregunta, todas estas historias las escribes tú? porque están genial, entretenidas y muy fáciles de leer. Jústame, jústame!!
Un bico